El legado de las prácticas utópicas - Crónica del domingo 16 de octubre 

¿Y toda esa gente? No te lo imaginas cuando unos minutos antes te cruzas con un grupo de peripatéticos en la Plaça del Diamant. Pero Virreina ya está a rebosar. ¿Toda esta gente ha venido atraída por las voces emergentes de Layla Martínez y Eudald Espluga? ¿O porque sienten que la finitud del mundo les atraviesa la experiencia cotidiana?

Dos manifiestos, a modo de prólogo, inauguran el acto Utopía y distopía. El primero, a cargo del escritor y activista medioambiental George Monbiot, tiene el objetivo de alentar. Atendiendo a los aplausos recibidos, el objetivo parece alcanzado. Sean valientes, dice Monbiot, encuentren su coraje: la historia demuestra que las demandas que rebajan la ambición para hacerlas factibles, no van a ninguna parte: “Cuanto menor es la demanda, menor es el compromiso”.

También la filósofa Corine Pelluchon trata de insuflar esperanza entre el público. "El miedo, la desesperanza y la ecoansiedad", dice Pelluchon, "se pueden superar si compartimos el punto de partida, que es el amor por el mundo". La necesidad de romper el bloqueo ante el anuncio del fin del mundo por colapso ambiental ha sido una de las ideas más repetidas durante el diálogo que posteriormente se ha establecido. Layla Martínez admitió que las visiones distópicas del futuro (hegemónicas incluso entre los movimientos sociales) son paralizantes y pueden ser usadas para justificar las carencias del presente. "Lo que nos falta es un horizonte de cambios", ha dicho la autora de Utopía no es una isla: hay que idear medidas que se puedan llevar a cabo ya, pero que a la vez apunten a este horizonte. Por ejemplo: la reducción de la jornada laboral. "No nos valen medidas tibias", ha dicho. 

Como Martínez, Eudald Espluga ha alertado del peligro de refugiarse en la nostalgia de tintes reaccionarios. Para el joven filósofo, "hay que cambiar la idea estática de utopía por la de prácticas utópicas" que, en un ejercicio continuo e imperfecto, y desde el lugar de la imaginación, generen las condiciones para preparar el futuro desde el presente.

Espluga menciona el mito de Edipo. El cronista no recuerda su motivo, pero lo agradece pensando en la sesión de la tarde. A las 17 h, en la Plaça de les Dones del 36, los escritores Pedro Olalla y Arnau Pons debaten sobre los legados de Atenas y Jerusalén. "Aparte del patrimonio cultural, el legado griego", dice Olalla, "es también una actitud, y eso es lo que le da dinamismo". Después, viene el infinito inventario: la vida sedentaria en las ciudades, la extensión de la agricultura, la astronomía, la lengua, la geometría, los mitos, la filosofía, los géneros literarios, la historia (una forma de acercarse a la realidad), la medicina, la música… Si tuviera que destacar dos, Olalla rescataría el “logos”, concepto que trenza pensamiento, palabra y razón como principio de creación del mundo; y la tradición humanista, es decir, la "confianza en el ser humano y la actitud combativa para defender su dignidad".

A su lado, mientras una muchedumbre de niños hace ruido en el tobogán de la plaza, Arnau Pons lamenta que la mirada judía haya terminado asumiendo el tópico que adjudica en Jerusalén la revelación y en Atenas la razón. "El legado hebreo es el gran desconocido porque va de remolque con el judeo-cristiano, por culpa de la hegemonía del griego y romano", añade. Y seguidamente, analiza con erudición la vertiente dialéctica del Talmud y la aportación del legado hebreo en materia de derechos humanos: la abolición de la esclavitud y las ciudades-refugio donde se acogía a las personas que habían cometido un asesinato involuntario.

Después, la conversación rueda por los senderos de la religión y de la democracia. Esta, apunta Olalla, “nació como un proyecto ético y revolucionario que trataba de aproximar gobernantes y gobernados, redefiniendo el interés común. Lo que tenemos ahora son oligarquías encubiertas que obedecen al mandato del dinero, todo lo contrario de lo que había entonces”. Ambas tradiciones, concluye el ensayista, “apuntaron a unos ideales muy altos que siguen vigentes y que han sido reducidos a formas vagas, desvirtuando su significado”.

Le doy vueltas a todo esto mientras me encamino hacia el metro: la confianza en el ser humano y la actitud combativa, el coraje de Monbiot, los legados que nos han convocado a escuchar una charla sobre legados, los niños de la plaza, el colapso, el miedo, la esperanza, las prácticas utópicas…  

Al llegar al Pati de les Dones del CCCB, todo se disuelve en el intenso cóctel de música, poesía y performance que conducen los poetas Anne Waldman y Eduard Escofet.

Una leyenda, un puñetazo, una fiesta…

Vanguardista y activista, estrecha colaboradora de los artistas más importantes de la segunda mitad del siglo XX, ganadora del American Book Award, fundadora de la Escuela Jack Kerouac junto a los beatniks Allen Ginsberg y Diana Di PrimaWaldman es un mito de la poesía estadounidense.

Su poesía es cuerpo ve ritmo compromiso…

Una fuerza incontrolable…

dice Eduard Escofet en su presentación. La batería repica tambores antiguos.

Hay que dejar fluir la mente…

El violín sube de puntillas unas escaleras de caracol.

Invoca a sus maestros…

El legado.

Toda ella es una celebración…

La trompeta sube al cielo.

La guitarra enfila un camino pedregoso.

Una celebración de la palabra que toma la calle y las plazas…

“Salimos de nuestros pequeños teatros de esperanza y de miedo”, repite la sibila Waldman en el escenario. Miro a mi alrededor. La plaza vuelve a estar llena hasta los topes. Envueltas en el nido de la acústica, todas las ideas parecen piezas de dominó a punto de iniciar una nueva partida del pensamiento. 

Las gaviotas se suman al corazón, y todo parece tener una extraña coherencia que no sabrías describir, ahora que la Bienal llega a su fin. 

Jorge de Miguel