Instrucciones para romper imaginarios - Crónica del miércoles 12 de octubre

No lo sabemos, quizás alguien lo intuye, pero la multitud que llenamos el Canódromo estamos a punto de derribar varios esquemas.

Aparentemente, las dos sesiones de esta tarde en Sant Andreu no tenían tantos puntos en común. Sí, cambio climático y sistema alimentario están estrechamente interconectados, basta con leer la prensa de esta semana: “Nueva Zelanda ha propuesto grabar con un impuesto los gases invernadero emitidos por sus 6,2 millones de vacas”. O preguntar con indiscreción a la banana y el calamar del súper por sus países de origen. Los títulos de los dos actos, pero (Ciudad y comida y Cambio climático y tecnología: ¿remedio o condicionante?) parecían mantener las distancias. Error. Si algo les ha unido ha sido la necesidad de romper con los imaginarios establecidos.

Quien ha empezado a hacerlo ha sido, a las 17 h, la arquitecta y ensayista inglesa Carolyn Steel. A invitación de la moderadora, Mariana Eidler, la autora de Ciudades hambrientas y Sitopía ha iniciado su parlamento rememorando la misteriosa puerta de fieltro verde que aislaba el servicio del griterío del hotel que regentaban sus padres. Traspasar el misterio, dar un paso hacia lo desconocido. Abrir una puerta. Algo similar a una “revelación”, dice, sintió cuando hacia el año 2000 se dio cuenta de que las ciudades podían repensarse desde la comida. Que cuanto más densas son las ciudades, más lejos estamos de las fuentes de alimento y de la naturaleza, lo que nos enferma; que las ciudades-estado eran como un huevo frito, con el poder en la yema. Y que un cuenco de sopa puede representar el universo. “Hay que recordarnos que la comida es una dinámica viva. Cuando comemos, algún paisaje se convierte en alimento. Solo quiero animaros”, ha dicho Steel llevándose las manos a los ojos, “a poneros las gafas de la comida, y veréis cómo todo cambia”. A su lado, la diseñadora Sonia Massari, cofundadora de FORK y directora de la Future Food Academy, asiente con la cabeza: “La comida no es la que comemos, es todo lo que la rodea y no vemos, el sistema más complejo que tenemos”. 

Dice Massari que para avanzar hay que ser curiosos de forma activista y llevar a la gente a lugares incómodos: preguntarse de dónde viene la comida o con la que estamos alimentando a nuestros hijos. "En una semana, la gente cambiará su manera de mirárselo. La comida puede cambiar las ciudades, pero necesitamos mejorar la perspectiva, unir diseñadores, ayuntamientos, centros de innovación y empresas en una misma dirección y repensar todo el sistema alimentario para que la sostenibilidad esté presente en el inicio de la cadena, no al final", revela Massari. Para Vicent Domingo, director Centro Mundial de Valencia para la Alimentación Urbana Sostenible-CEMAS y tercer ponente del acto, este repensamiento pasa por romper esquemas y entender que “hay 34 ámbitos del conocimiento que interactúan en torno a la comida: cambio climático, políticas de género, residuos… es maravilloso llegar a la conclusión de que la opción que eliges para comer tres veces al día tiene que ver con tantas cosas de tu alrededor”. Por esta razón, para hablar de comida y ciudad, dice Domingo, necesitamos unir sociedad civil e instituciones en una especie de ópera donde todo el mundo es bienvenido, venga de la disciplina que venga: “la comida es un espacio mágico relacionado con el sentido de pertenencia”.

Una hora y media después (con el auditorio lleno a rebosar), el investigador del CSIC Antonio Turiel y la bióloga y activista de Ecologistas en Acción Charo Morán, insistirán en la necesidad de dinamitar ciertos imaginarios para hacer frente al cambio climático. Por ejemplo: El mito del crecimiento (ilimitado) = bienestar (“el cáncer del creciente”, dice Turiel: “Tenemos una estructura económica que no conoce la autolimitación”). Más. La fe en un avance tecnológico que lo solucionará todo en el último minuto, apunta Morán. “Los sistemas de energías renovables que conocemos necesitan combustibles sólidos para su fabricación y transporte y dependen de materias muy escasas. El problema es que son las tecnologías que le interesan al sistema económico imperante y que están pensadas para excluir. Un coche eléctrico tiene poco verde”, advierte Turiel. Otra quebradiza.

Según Charo Morán, necesitamos que los nuevos imaginarios vean en el bien común algo que potenciar. “Circula en bici, consume menos carne… las propuestas dirigidas solo a los individuos pueden ser frustrantes y contener un sesgo de clase. En cambio, los pequeños laboratorios de experiencia colectiva que crecen por todas partes pueden ser catalizadores de proyectos transformadores a mayor escala”. Grupos de consumo, compostaje comunitario, vivienda cooperativa. "La articulación comunitaria es una herramienta resiliente para la incertidumbre, necesitamos un ecologismo popular", concluye. ¿Y la tecnología que aparece en el título de la charla? "Las tecnologías para el cambio son las tecnologías apropiadas: de producción local, que no requieren materiales escasos, que no dejan huella de carbono y que tienen escala humana", afirma Antonio Turiel

En definitiva, es necesario repensarlo todo a partir de un diagnóstico tan crudo como cierto, dice el investigador. Y suelta el estropicio final: se puede mantener el mismo estilo de vida con un 10% de la energía que consumimos. El 40% del petróleo en el mundo se utiliza para transportar energía. El 30% de los alimentos se va a la basura antes de que nadie pueda tocarlos. Caras de estupefacción entre el público. Morán señala la salida y aquí podría terminar el acto y esta crónica: “El miedo paraliza solo si no sabes hacia dónde tienes que correr”.

Jorge de Miguel