Voces para combatir la incertidumbre - Crónica del martes 11 de octubre

Impresiona ver a cerca de mil adolescentes hormigueando bocadillo en mano por la Plaza Joan Coromines. Está a punto de empezar la primera sesión de la Bienal de Pensamiento. Marina Garcés es el único centro de atención en el escenario, pero lo primero que se escuchará son las promesas de futuro que una docena de estos alumnos, procedentes de dieciséis centros educativos, han registrado durante el proceso didáctico que ha precedido la conversación con la filósofa: "Yo le prometo a los padres que seguiré estudiando y que trabajaré con el conocimiento que me han dado", se escucha por los altavoces. "Yo me comprometo a decirles que los quiero". "A ti, que confiaste en mí, te prometo que encontraré la mejor versión de mí".

Voces del presente que se comprometen. "En una promesa ponemos el futuro entre nosotros, es el lugar de un vínculo y de un compromiso", dice Marina Garcés. La primera idea queda fijada entre los repiques de campanas que inundan la plaza.

Pronto, Garcés se adentra en el mundo de la incertidumbre. La que anida en toda promesa de que tal vez no se cumpla. Y la que dibuja sombras en las cejas de los jóvenes y del mundo que les rodea. "Todos los árboles y arbustos de Barcelona estarán en riesgo en el 2050", dice que ha leído en Twitter mientras hacía hacia la plaza. “¿Qué es mi palabra frente a esto? Ante la incertidumbre convertida en amenaza, la promesa es un acto de insubordinación. Con su palabra confronta la multiplicidad de discursos que le invitan a aceptar que no tiene futuro”.

Cita Arendt, Kant y Nietzsche, pero Garcés, sobre todo, interpela al alumnado haciendo preguntas: “¿Cuántas personas expulsamos de nuestras vidas constantemente? ¿Cuántos proyectos colectivos se disuelven en el tiempo?”. O haciendo referencia al móvil que algunos miran con mayor o menor disimulo: “Todos depositamos promesas de amor, estéticas, políticas, de disfrute inmediato, pero también de lo que seremos. Debemos preguntarnos quién las hace estas promesas y cómo nos hacemos cargo”.

Algunos, de repente, levantan la mirada. La promesa se levanta como una oportunidad para descubrir qué valoramos en el presente, quién nos importa y con qué acciones nos comprometemos a pesar de la posibilidad de decepción.

"Si gobierno algún día en este país, me comprometo a hacer promesas de verdad", dice una chica en el turno final de preguntas. Los aplausos entusiastas de los compañeros se mezclan con las promesas pendientes: "Prometo mantenerme despierta", dice la última alumna que toma el micrófono. Y la promesa se transforma en una invitación a seguir dando vueltas a la incertidumbre hasta que los historiadores Yuval Noah Harari y Rutger Bregman toman la palabra a las seis en la misma Plaza Joan Coromines. De nuevo, a rebosar.

En su primera intervención, Harari ya expone su mensaje ante las amenazas del futuro: “Los humanos siempre hemos oído que la calamidad estaba próxima, pero la historia no es determinista. La clave es darnos cuenta de que el futuro depende de las decisiones que tomamos en el presente. Tenemos recursos necesarios y el conocimiento para responder incluso al cambio climático”.

Rutger Bregman, autor de Utopía para realistas y La humanidad: una historia de esperanza, coincide con Harari, al tiempo que intenta enfocar la perspectiva histórica y de futuro desde otro ángulo. Es cierto que estamos en un momento de peligro, dice, pero “también podríamos decir que estamos en el inicio de algo grande. Quizás estamos en la adolescencia de la humanidad, el futuro podría ser inmenso”. Por eso, afirma Bregman, es importante tener algo por qué luchar. Las desigualdades siguen siendo enormes”. Inevitablemente, las preguntas que ha lanzado Marina Garcés por la mañana vuelven a volar sobre el escenario.

La conversación se encamina entonces por los senderos de los peligros de la falta de privacidad y del decrecimiento como propuesta (“No debemos decirle a la gente que deje de desear cosas, sino que debemos encontrar maneras sostenibles de conseguirlas”) , matiza Harari), hasta que Bregman vuelve a hacer un gran zoom out para reubicar las cosas: “¿Cómo nos juzgarán los historiadores del futuro? Debemos plantearnos qué estamos haciendo mal hoy”. Para Harari, lo mejor que podemos hacer es proveernos de mecanismos de autocorrección sólidos (“aceptar que cometamos errores y corregirlos”), restablecer el debate democrático (“las democracias no sobrevivirán sin debate”) y crear organizaciones que sean capaces de sostener y encauzar nuestras ansias de cambio. Pero también la construcción del relato es decisiva para dar la vuelta al futuro. Debemos escuchar las voces y preguntarnos: ¿hay alguien en este relato que sufre?, dice Harari: “Nuestro deber es escuchar sus experiencias. No necesitamos ningún avance científico para ello, solo modificando el relato conseguiremos un gran cambio”.

De eso, de escuchar y atender los relatos del dolor, sabe mucho Svetlana Aleksiévich. Temerosa de enfriarse aún más, la Premio Nobel de Literatura inicia la última sesión de una Plaza Joan Coromines llena a rebosar preguntándose por la inocencia y el espíritu de libertad que invadieron la población con la caída de la Unión Soviética . “¿Cómo es posible que después de socialismo tengamos fascismo ruso? Nadie tiene respuesta. A inicios de los años 90 llamábamos libertad pero no entendíamos qué era. Alguien que ha vivido en prisión y que de repente sale a la calle no se puede sentir libre”. Sin embargo, inevitablemente la actual guerra en Ucrania coloniza sus palabras. “No vemos el final del hombre rojo, sino el inicio del fascismo en Rusia y en Bielorrusia. La gente teme morir”.

Y mientras te pones el jersey, porque empiezas a sentir el frío (del otoño y de la guerra), como quien no quiere la cosa, te das cuenta de que las palabras de Aleksiévich comienzan a poblarse de otras voces. Sí, la escritora sigue hablando de su visión del conflicto (“Nos hemos acostumbrado a la guerra”, “Los pueblos de Rusia, Bielorrusia y Ucrania tardaremos años en vivir como pueblos hermanos”, “Ucrania no debe vencer a Putin, debemos hacerlo nosotros”) pero, si te fijas, percibes en su discurso una operación parecida a la que deslumbra sus libros. Se levanta el corazón de voces. Aleksiévich habla de lo que le han dicho los jóvenes ucranianos que no quieren leer más Dostoyevski, de las familias que se han roto por el conflicto, de los taxistas pro-Putin y de las madres de Buriatia… incluso, recuerda, lo que le “ decían” las vacas que en la Chernobyl radioactiva se negaban a ver agua de los lagos. “Nosotros no podemos ver y oler la radiación”, dice Aleksiévich, pero podemos estar atentos, parece que nos recuerde. Atentos y despiertos frente a las voces del dolor que nos rodean.

Jordi de Miguel